Continuando lo iniciado aquí, ofrezco otro fragmento de esta obra: un relato que aparece en boca de la «tía Sonia», hermana de la mare de Amós. Se refiere a su juventud en Rovno, Polonia; al antisemitismo y el ambiente que se vivía en la Europa de antes de Hitler; al anhelo judío de la Tierra Prometida; a los sueños rotos…
El miedo que reinaba en todas las casas judías, el miedo del que casi nunca se hablaba pero que nos habían metido en el cuerpo como un veneno, gota a gota, era el miedo terrible a no ser realmente personas lo bastante limpias, a que de verdad fuéramos demasiado molestos y engreídos, demasiado astutos y avaros. A lo mejor era cierto que nuestros buenos modales desentonaban. Había un miedo mortal, el miedo de causarles mala impresión a los gentiles y que entonces se enfadasen y nos volvieran a hacer cosas terribles en las que era mejor ni pensar.
Mil veces les repetían a los niños judíos que se comportaran bien con ellos, con educación, aunque fuesen groseros o estuviesen borrachos, que de ninguna manera les hiciesen enfadar, no había que discutir ni regatear con un gentil bajo ningún concepto, que estaba prohibido irritarles, mostrarse altivos, que siempre había que hablarles en voz baja y sonriendo, para que no dijeran que éramos escandalosos, y hablar siempre en un polaco correcto, para que no dijeran que corrompíamos su lengua, pero que tampoco había que hablar polaco muy culto, para que no dijeran que queríamos llegar demasiado lejos, para que no dijeran que éramos ambiciosos y para que de ningún modo dijeran que teníamos manchas en la ropa. En resumen, que debíamos hacer todo lo posible por causarles una buena impresión, porque bastaba con que un niño, uno sólo, no se lavase bien la cabeza y tuviese piojos, para crearle mala fama a todo el pueblo judío. Ni siquiera así nos soportaban, así que estaba completamente prohibido darles más motivos para no soportarnos.
Vosotros, los que habéis nacido aquí [en Eretz Israel], jamás podréis comprender como ese goteo va poco a poco distorsionando los sentimientos, como una herrumbre inexorable que fuera comiéndose poco a poco tu humanidad, convirtiéndote en un hipócrita, un mentiroso y un pícaro, igual que un gato. A mí no me gustan mucho los gatos. Los perros tampoco. Pero si tengo que elegir, prefiero a los perros. Los perros son como los gentiles, enseguida ves lo que piensan y lo que sienten. El judío de la diáspora era un gato, en el peor sentido, ¿entiendes a lo que me refiero?
Pero lo que más miedo daba era la chusma. Lo que podía pasar entre un gobierno y otro, por ejemplo, si los polacos era expulsados y los comunistas ocupaban su lugar: se temía que en ese intervalo volvieran a aparecer las bandas de ucranianos o de bielorrusos o la muchedumbre polaca instigada o, más al norte, los lituanos. Era un volcán en constante y lenta erupción y siempre olía a humo. “En la oscuridad afilan los cuchillos”, se decía sin precisar quién, pues podían ser tanto los unos como los otros. La muchedumbre. También aquí, en Eretz Israel, se ha podido apreciar que la muchedumbre judía puede ser un monstruo.
A los únicos que no temíamos mucho era a los alemanes. Recuerdo que en el 34 o el 35 yo era la única de la familia que seguía en Rovno, para terminar mis estudios de enfermería, en el 35 aún había bastantes entre nosotros que esperaban que legase Hitler, decían que con él al menos habría leyes y disciplina, y cada uno sabrían donde estaba su sitio, que no importaba mucho lo que Hitler dijera, lo importante era que allí, en Alemania, había impuesto un orden alemán ejemplar y que la chusma temblaba ante él. Lo importante era que con Hitler al menos no habría tumultos callejeros y anarquía; entre nosotros aún se pensaba entonces que la anarquía era la peor situación posible: la mayor pesadilla era que los sacerdotes comenzaran un día a instigar en las iglesias diciendo que la sangre de Jesús volvería a ser derramada por culpa de los judíos y comenzasen a replicar sus pavorosas campanas, y los campesinos los escucharan, se llenaran la barriga de aguardiente, cogieran las hachas y las horcas y empezara todo.
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Nadie imaginaba lo que realmente iba a suceder, pero en los años veinte casi todo el mundo sabía que los judíos no tenían futuro ni con Stalin, ni en Polonia ni en ningún lugar de Europa del Este y, por tanto, fue tomando fuerza la idea de marchar en dirección a Eretz Israel. Por supuesto, no todos pensaban así, los ultraortodoxos se oponían tajantemente, y los bundistas, los yiddishtas, los comunistas y los asimilados, que se consideraban más polacos que Pederevsky y Moycechovsky, pero muchas personas normales de Rovno en los años veinte se preocuban de que sus hijos estudiaran hebreo y fueran al instituto Tarbut. Los que tenían dinero mandaban a sus hijos a estudiar a Haifa, a la Universidad Politécnica, o al instituto de Tel Aviv, o a las escuelas agrícolas, y los ecos que nos llegaban de vuelta de Eretz Israel eran sencillamente maravillosos: los jóvenes sólo esperábamos que nos llegara el turno. Mientras tanto, todos leíamos periódicos en hebreo, discutíamos, cantábamos canciones de Eretz Israel, recitábamos poemas de Bialik y Tchernijovsky, nos dividíamos en montones de partidos y grupos, confeccionábamos uniformes y banderas, había una gran pasión por todo lo nacional. Se parecía mucho a lo que ocurre hoy con los Palestinos, pero sin el derramamiento de sangre que ellos provocan. En el pueblo judío hoy apenas se aprecia un espíritu nacional así.
Por supuesto, conocíamos las duras condiciones de vida en Eretz Israel: sabíamos que hacía mucho calor, que había desierto y pantanos, que faltaba trabajo, y sabíamos que había árabes pobres en los pueblos, pero veíamos en el gran mapa que colgaba en la pared de la clase que los árabes no eran muchos, habría entonces aproximadamente medio millón, con seguridad menos de un millón, y existía la total certeza de que había sitio para unos cuantos millones de judíos más, y que a los árabes tal vez se les instigaría contra nosotros, como al pueblo llano de Polonia, pero podríamos explicarles y convencerles de que de nosotros sólo obtendrían beneficios, beneficios económicos, sanitarios, culturales y otros muchos. Creíamos que pronto, en unos pocos años, los judíos serían mayoría en Eretz Israel y entonces le mostraríamos al mundo entero una conducta ejemplar con la minoría árabe: nosotros, que siempre habíamos sido una minoría oprimida, nos comportaríamos con la minoría árabe con honestidad y justicia, con generosidad, participaríamos con ellos en la construcción de la patria, compartiríamos todo con ellos y de ningún modo los convertiríamos en gatos. Era un bonito sueño.
Oz, Amos, 1939- . Una historia de amor y tiniebla /. Madrid : : Eds. Siruela,, 2004..[traducción del hebreo de Raquel García Lozano.] pp 239-241
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